Le dijo un cuerpo a su corazón:
No te vayas con extraños
porque puedes perderte…
La vida es corta y a ratos se ve insuperable de larga que se vislumbra. Pasa uno de corazón en corazón, sin llevarse nada distinto a la tristeza y el desencanto.
El amargo sabor de lo vivido, por torpeza o injusticia, nos va marcando y ya empiezan a no poder ocultarse las cicatrices del alma. Damos vueltas evitando que de nuevo nos rasguen lo que nos queda para sentir, pero en ese nuevo trayecto, inesperadamente, llegan esos ojos que nos ven el alma, esa sonrisa que invita y una piel que electriza. Indefensos, temerosos, aterrados, no nos atrevemos a seguir, ni a retroceder, lo uno por la posibilidad de volver a ser heridos y lo otro por miedo a dejar pasar una nueva ocasión de ser felices. Finalmente nos decantamos por el encuentro, la experiencia, la oportunidad, y por la vida.
De pronto lo soñado se materializa, un día cualquiera llega, nos sorprende y nos reta. Como anhelada lluvia se nos ofrece, no sabemos como atesorarlo, mil sensaciones nos atrapan, nos invaden y tras la indecisión caemos de rodillas dejando paso al recuerdo, al ayer. Entendemos que la historia pesa, marca, nubla, y mata lo que un día fuimos, entonces no encontramos el viejo sentido que nos hacía avanzar. El mundo no se detiene. Ves lo amado asediado por otros, lo aún no poseído, está amenazado, se siente la derrota de una batalla no luchada… Uno ya no tiene corazón para avanzar.
Lo amargo de ayer se hace presente con intensidad, sin alma, reclamando su espacio, y uno sin ráfagas de ira, ni locura, sino con mansa resignación acepta la soledad, el vacío, la muerte del alma ¿Cómo se vive así? Simplemente así no se vive, quizás se dura, pero vivir es otra cosa.
Se instala entonces en nosotros esa visita que nos frecuenta en los últimos años, la soledad. Ha existido siempre, es un sentimiento de desesperanza, de enclaustramiento, uno no lo entiende, no sabe, uno de verdad termina a merced de lo que algunos llaman destino, suerte o fortuna, uno al fin entiende que no es dueño de nada… ni siquiera de su propia tristeza.
Ese que llegó como dulce pensamiento, aroma de cerezos, besos inciertos y abrazos anhelados, ese el de cuerpo deseado, amores olvidados, es todo… incluso el vacío, deliciosa sensación de temor y emoción ante esa presencia exquisita. Siendo todo no está en la realidad, se queda en la fantasía de lo imaginado. Ya no quedan palabras… sólo silencio.
Se propone la razón que el corazón no ame, no desee, no sufra… siendo esto no vivir; pero es que es tanto lo que ha pasado, que ella sólo quiere cuidarlo y protegerlo de otro desamor, otra desilusión, el desencanto, el otro camino de lágrimas inciertas.
La razón sabe que él no sabe amar, sólo entregar sin freno, sin conciencia y que cuando quiere reflexionar es tarde, siempre ha sido tarde y llega el agotador e inmenso sufrimiento. Sabe la razón que él no se lo merece, que se ha gastado en afectos inútiles, ha perdido mucho de si en cada encuentro y sólo quiere protegerlo de otro dolor.
El corazón no tiene memoria, no recuerda, ante un nuevo anhelo late como si fuera la primera y única vez. Se crece y emociona ante la mirada del amado y desea darse por entero, en otro intento de ser feliz, siente que esta vez es la perfecta, y por eso se pregunta ¿Dónde estabas?... con alegría desbordada. La razón de nuevo evalúa, frena y lucha por no cometer antiguos errores, espera e intenta persuadir al corazón que asuma, por primera vez, con un poco de sensatez la ilusión del amor. ¡Cuánta ingenuidad! No sabe ella que el corazón la gobierna y son sus latidos la luz de su vida.